Dogmas Marianos

Dogma en sentido estricto, son las verdades reveladas por Dios y propuestas como tales por el Magisterio de la Iglesia a los fieles. Cada uno de los dogmas proclama la acción de Dios en la historia de los hombres. Por consiguiente tiene significado en cuanto que está al servicio de la fe y de la piedad de todo el pueblo cristiano. La Iglesia ha definido cuatro dogmas sobre la Santísima Virgen María:

  • Su maternidad divina
  • Su virginidad perpetua
  • Su inmaculada concepción
  • Su asunción gloriosa en cuerpo y alma al cielo

Primer Dogma

La Virgen María es verdadera y propiamente Madre de Dios

Si la Mariología es parte esencial de la doctrina cristiana, la Maternidad divina es a su vez, el fundamento de toda la Mariología y el misterio principal y central de la vida de Santa María. En primer lugar está el hecho de que Jesús Redentor es verdadero Dios y verdadero hombre. Jesús, en cuanto Dios, es el Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, engendrado desde la eternidad por el Padre. Jesús, en cuanto hombre, toma su cuerpo de María Santísima en el tiempo. Al decir que María es Madre de Dios se afirman dos verdades: 1) María es verdadera Madre; 2) María es verdadera Madre de Dios.

María es verdadera Madre de Jesús

Para que una mujer pueda decirse madre, en sentido verdadero y propio, es necesario que ella, por vía de generación, dé a su descendencia una naturaleza semejante a la suya propia: y María Virgen, por vía de generación, dio a Jesús una naturaleza semejante a la suya. Que María es verdadera Madre de Jesucristo se atestigua ampliamente en la Sagrada Escritura:

Antiguo Testamento
En el Antiguo Testamento aparece María como la mujer que será la Madre del Redentor, el Mesías prometido, en dos textos principalmente: Gn. 3,15, “ Establezco enemistad entre ti y la mujer, entre tú descendencia y su descendencia, ella te aplastará la cabeza, y tú le acecharás su calcañar.” Is. 7,14: “El Señor mismo os dará por eso la señal: He aquí que una virgen concebirá, y dará a luz a un hijo, y será llamado Emmanuel.”

Nuevo Testamento
Lc 1,31: “He aquí que concebirás en tu seno y parirás un hijo, a quien darás por nombre Jesús”. Lc. 1,35: “… lo que santo nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios”. Gal. 4,4: “… envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”. Rm. 9,5: “Cristo, que es Dios, procede según la carne…” Toda la tradición cristiana afirma asimismo que la Santísima Virgen María, con su acción generativa, comunicó a Jesús la naturaleza humana, o sea, la materia con la cual se formó su cuerpo y el alimento por nueve meses en su seno.

El Magisterio de la Iglesia ha sancionado solemnemente la maternidad cristológica de María en su profesión de fe, cuando afirma: «Se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen». Decir que María es verdadera Madre, significa que Ella contribuyó a la formación de la naturaleza humana de Cristo, del mismo modo que todas las madres contribuyen a la formación del fruto de sus entrañas. María es verdadera Madre porque Jesús es verdadero Hombre. La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, recibió en las purísimas entrañas de María, lo mismo que reciben los hijos de sus madres: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, formado de mujer y sometido a la Ley” (Gal. 4.4). Jesús, en cuanto hombre, toma su cuerpo de María Santísima en el tiempo y así expresa la fe de la Iglesia.

María es verdadera Madre de Dios

“Dios envió a su Hijo” (Ga 4,4), pero para “formarle un cuerpo” (Cf. Hb 10,5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso, desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1,26-27) Con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación (LG 55). Llamada en los evangelios “la Madre de Jesús” (Jn 2,1; 19,25; Cf. Mt 13,55), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como “la madre de mi Señor” desde antes del nacimiento de su hijo (Cf. Lc 1,43). En efecto, aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. (Cat 495). Decir que María es verdadera Madre de Dios significa que Ella concibió y dio a luz a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, aunque no en cuanto a la naturaleza divina, sino en cuanto a la naturaleza humana que había asumido.

El Concilio de Éfeso

“La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella, San Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que «el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre» (Ds 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el Concilio proclamó que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la Concepción humana del Hijo de Dios en su seno: «Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne» (Catecismo de la Iglesia Católica 466). San Cirilo de Alejandría, expositor principal del Concilio de Éfeso, rebatiendo las teorías de Nestorio dijo: “Me extraña en gran manera que haya alguien que tenga duda alguna de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. En efecto, si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿por qué razón la Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos transmitieron los discípulos del Señor”. “El que subsiste antes de los siglos ha sido engendrado según la carne por una mujer, porque unido a la carne desde el seno materno, se sometió a nacimiento carnal, reivindicando este nacimiento como el suyo propio. En este sentido decimos que Él sufrió y resucitó, no porque el Dios Verbo haya sufrido en su propia naturaleza divina las llagas…, sino porque el cuerpo hecho suyo propio, su naturaleza humana padeció esas heridas, por eso se dice una vez más que Él padeció por nosotros; el impasible estaba en un cuerpo pasible”. Este Concilio definió solemnemente que: “Si alguno no confesaréeque el Emmanuel (Cristo) es verdaderamente Dios, y que por tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios, porque parió según la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema” (Ds. 113). El Dogma de la Maternidad divina de María fue repetido con más claridad, si cabe, por el concilio de Calcedonia (451) y por el Segundo de Constantinopla (553).

La Sagrada Tradición

Los santos Padres durante los tres primeros siglos afirmaron la realidad, o el hecho, de la verdadera maternidad de María como San Ireneo y San Hipólito. A partir del siglo IV, después de la definición Conciliar, emplean ya el término griego teotókos (Madre de Dios) muchos de ellos como San Atanasio, San Gregorio Nacianceno y San Bernardo.

Las razones teológicas

San Cirilo y con él la Iglesia católica, parten de un planteamiento según el cual el sujeto de la generación es siempre la persona y no la naturaleza, porque lo que se concibe y nace es la persona. En tanto alguien es engendrado y nace, en cuanto adquiere la subsistencia, que en el caso de los seres racionales se denomina persona. La persona es el sujeto de la generación, de la concepción, del nacimiento, de la filiación. Así pues, la persona no es ni el cuerpo, ni el alma, ni tampoco cuerpo y alma juntos. Cuerpo y alma constituyen la naturaleza humana, hacen a un hombre perfecto y completo, son como el instrumento racional conforme y mediante el cual actuará la persona. Lo que es engendrado y nacido de María Virgen es el Verbo de Dios, es una Persona divina, la segunda de la Trinidad. NO hay persona humana en Cristo, en la naturaleza humana. Ella concibe y da a luz a la Persona del Hijo de Dios, que asume la naturaleza humana, y por tanto, es Dios y Hombre. En este caso no se trata de una persona humana, porque Cristo no subsiste por una sustancia creada, sino increada, por lo tanto la Persona es divina; como María es la Madre de la Persona Divina, por lo tanto, María es la Madre de Dios. Santo Tomás de Aquino explica: “Si el Hijo de María es propiamente el Verbo que subsiste en la naturaleza humana, María es verdadera Madre del Verbo, supuesta persona de ambas naturalezas, y, por tanto, María es Madre de Dios, puesto que el Verbo es Dios”.

Conclusión

Llamar a María Madre de Dios —Dei Genetrix— fue siempre el sentir común de los fieles y de la Iglesia, la cual llevó a cabo la definición del Dogma a partir de las controversias cristológicas de los primeros siglos, que concluyen con las enseñanzas magisteriales en torno a la única Persona de Jesucristo con dos naturalezas, la divina y la humana.En nuestros días Su Santidad Juan Pablo II en su visita a Éfeso en 1979 nos dice: «El espíritu está dominado por el pensamiento de que, precisamente en esta ciudad, la Iglesia reunida en el concilio —el III concilio ecuménico— reconoció oficialmente a la Virgen María el título de “Theotokos”, que ya le tributaba el pueblo cristiano, pero contestado desde hacía algún tiempo en algunos ambientes influidos sobre todo por Nestorio. El júbilo con que el pueblo de Éfeso acogió, en aquel lejano 431, a los padres que salían de la sala del concilio donde se había reafirmado la verdadera fe de la Iglesia, se propagó rápidamente por todas las partes del mundo y no ha cesado de resonar en las generaciones sucesivas, que en el curso de los siglos han continuado dirigiéndose con confianza a María como a aquella que ha dado la vida al Hijo de Dios. También nosotros, hoy, con el mismo impulso filial y con la misma confianza profunda, recurrimos a la Virgen Santa, saludando en Ella a la “Madre de Dios”, y encomendándole los destinos de la Iglesia, sometida en nuestro tiempo a pruebas singularmente duras e insidiosas, pero empujada también por la acción del Espíritu Santo en los caminos abiertos a las esperanzas más prometedoras.» Y continúa en otra ocasión: «Madre de Dios, al repetir hoy esta expresión cargada de misterio, volvemos con el recuerdo al momento inefable de la Encarnación y afirmamos con toda la Iglesia que la Virgen se convirtió en Madre de Dios por haber engendrado según la carne a un Hijo. La vemos, pues, como en tantos cuadros y esculturas, con el Niño en brazos, con el Niño en su seno. La que ha engendrado y alimentado al Hijo de Dios. Madre de Cristo. No hay imagen más conocida y que hable de modo más sencillo sobre el misterio del nacimiento del Señor, como la de la Madre con Jesús en brazos. ¿Acaso no es esta imagen la que nos permite vivir en el ámbito de todos los misterios de nuestra fe y, al contemplarlos como “divinos”, considerarlos a un tiempo tan “humanos”? Pero, hay aún otra imagen de la Madre con el Hijo en brazos. Y se encuentra aquí, en el Vaticano. Es la “Piedad”, María con Jesús bajado de la cruz, con Jesús que ha expirado ante sus ojos en el monte Gólgota, y que después de la muerte vuelve a aquellos brazos que lo ofrecieron en Belén cual Salvador del mundo. Esta Madre lleva el nombre de María. La Iglesia la venera de modo particular; el culto que le tributa supera al culto de todos los otros santos: culto de hiperdulía. La venera precisamente así, porque ha sido la Madre; porque fue elegida para ser la Madre del Hijo de Dios; porque a aquel Hijo, que es el Verbo Eterno, le dio en el tiempo “el cuerpo”: le dio, en un momento histórico la humanidad».

María es la Causa de nuestra alegría porque es la Madre de Dios. Porque con su fiat se encarnó en ella el Redentor del mundo, porque al dar a luz a Cristo nos da a quien nos devolvió a la vida de la gracia y porque nos da a Jesucristo, que es al mismo tiempo el Dios que puede satisfacer eternamente los deseos de nuestro corazón y el Dios-hombre que nos asegura la felicidad aquí en la tierra si «sacamos agua con gozo de las fuentes del Salvador» (Is 12,13) que son los sacramentos que Él instituyó. María es también el Modelo de nuestra alegría. En su Magnificat, declaró «mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador» (Lc 1,47). Esta debe ser también nuestra norma de alegría; que sólo está en Dios y en hacer su voluntad.

Segundo Dogma

María Santísima fue siempre virgen

Íntimamente ligado al doma de la Maternidad divina de María se encuentra el de su perpetua virginidad. En efecto, según los datos de la Revelación, María se nos muestra del todo singular en su Maternidad, y ello no sólo por ser la engendradora de un Hijo, que es el Verbo de Dios, sino también por la manera milagrosa como se verificó esta Maternidad.

La virginidad de Santa María puede entenderse en un triple sentido:

a) Virginidad de mente, o sea, un constante propósito de virginidad, evitando todo aquello que repugna a la perfecta castidad. Es el llamado aspecto espiritual, o entrega total a Dios.

b) Virginidad de los sentidos que es la inmunidad de los impulsos desordenados de la concupiscencia y de la satisfacción sensual. Es el llamado aspecto psicológico-moral.

c) Virginidad del cuerpo es la integridad física jamás violada por ningún contacto de varón, ni por movimiento alguno lujurioso.

Desde las primeras formulaciones de la fe, la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido sin elemento humano por obra del Espíritu Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra.

Así San Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II) dice: “Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne (Cf. Rm 1,3), Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios (Cf. Jn 1,13), nacido verdaderamente de una virgen…”. Los relatos evangélicos (Cf. Mt1, 18-25; Lc 1,26-38) presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas (Cf. Lc 1,34): “Lo concebido en ella viene del Espíritu santo”, dice el ángel a José a propósito de María, su desposada (Mt 1,20). La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Is 7,14, según la traducción griega de Mt 1,23). La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María. A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús. La Iglesia siempre ha entendido que estos pasajes no se refieren a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José “hermanos de Jesús” (Mt 13,55) son los hijos de una María discípula de Cristo (Cf. Mt 27,56) que se designa de manera significativa como “la otra María” (Mt 28,1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (Cf. Gn 13,8; 14, 16, 29,15). Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (Cf. Jn 19,26-27; Ap 12,17) a todos los hombres a los cuales, Él vino a salvar: ”dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Rm 8,29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre” (LG 63).

La maternidad virginal de María en el designio de Dios

La mirada de la fe, unida al conjunto de la Revelación, puede descubrir las razones misteriosas por las que Dios, en su designio salvífico, quiso que su Hijo naciera de una virgen. Estas razones se refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo como a la aceptación por María de esta misión para con los hombres (Cat 502).La Virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como padre más que a Dios (Cf. Lc 2,48-49). “La naturaleza humana que ha tomado no le ha alejado jamás de su Padre…; consubstancial con su Padre en la divinidad, consubstancial con su Madre en nuestra humanidad, pero propiamente Hijo de Dios en sus dos naturalezas” (Cat 503). Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María porque él es el Nuevo Adán (Cf. 1 Co 15,45) que inaugura la nueva creación: “El primer hombre, salido de la tierra, es terreno: el segundo viene del cielo” (1 Co 15,47). La humanidad de Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu Santo porque Dios “le da el Espíritu sin medida” (Jn 3,34). De su “plenitud”, cabeza de la humanidad redimida (Cf. col 1,18), “hemos recibido todos gracia por gracia” (Jn 1,16) (Cat 504).

El Magisterio de la Iglesia

a) En todos los Símbolos Apostólicos se declara la Fe cuando se dice: “Creo en Jesucristo… que nació de Santa María Virgen, por obra del Espíritu Santo”

b) Los Concilios y declaraciones pontificias expresan con unanimidad esta verdad. Por ejemplo:

  • Sínodo de Letrán (649): Si alguien no confiesa que es verdaderamente Madre de Dios la santa y siempre Virgen e inmaculada María, ya que concibió en los últimos tiempos del Espíritu Santo, sin semen, al mismo Dios Verbo, que antes de todos los siglos nació del Dios Padre, y que dio a luz sin corrupción, permaneciendo indisoluble su virginidad, aún después del parto, sea anatema.
  • La constitución «Cum quorumdam» de Pablo IV (1555) es todavía más explícita al afirmar: «A todos y a cada uno de los que hasta ahora afirmaron, dogmatizaron o creyeron… que nuestro Señor… no fue concebido según la carne en el seno de la beatísima y siempre Virgen María por obra del Espíritu Santo, sino que como los demás hombres, del semen de José;… o que la misma beatísima Virgen María no es verdadera Madre de Dios ni permaneció siempre en la integridad de la virginidad, es decir, antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto; de parte de Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, con autoridad apostólica requerimos y avisamos…». (El tenor de la Constitución le otorga un carácter de definición dogmática).
  • Bajo el pontificado de Paulo VI, el Concilio Vaticano II en su Constitución dogmática Lumen gentium no. 63 reafirma esta verdad señalando: «La Santísima Virgen… creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y ello sin intervención de varón y por obra del Espíritu santo». El propio pontífice en el denominado Credo del Pueblo de Dios afirma como verdad perteneciente a la fe católica la de que Santa María «permaneció siempre virgen», mientras que la Encíclica Signum Magnum enseña que «la Inmaculada esposa de José, permaneció Virgen en el parto y después del parto, como siempre ha creído y profesado la Iglesia Católica».

La Tradición

Durante los dos primeros siglos sólo hay evidencia fragmentaria de la creencia en esta enseñanza, que empieza a florecer durante el tercer siglo, y después del siglo IV alcanza gran popularidad. San Ambrosio, San Gregorio Magno, San Clemente de Alejandría, San Bernardo, San Hilario de Potiers, son algunos de los que promovieron esta doctrina. En el Canon de la Misa antigua, el sacerdote entonaba «la gloriosa siempre Virgen María». -Ahora reza en la 1ª Oración Eucarística, «en unión de toda la Iglesia que honra a María, la siempre Virgen Madre de Jesús».

En el aniversario del Concilio de Capua

Durante la visita de S. S. Juan Pablo II a Capua en el sur de Italia, al cumplirse 16 siglos del Concilio Plenario de Capua, relata: «Corría el año de 393. En Roma, el Papa Siricio ocupaba el trono de Pedro. Se celebraba un concilio en Capua, llamado plenario, porque los obispos que asistían al mismo provenían de diversas regiones de Occidente y por los asuntos de que habrían de tratarse, entre otros la solución al cisma de Antíoco y el examen de la doctrina de Bonoso, quien había negado la perpetua virginidad de la Madre de Nuestro Señor. Sabemos que el Papa siguió con gran atención trabajos del concilio y que San Ambrosio de Milán dejó la huella esforzada y prudente de su personalidad en dicho trabajo.» El hecho es que este Concilio fue un importante punto de referencia para el crecimiento de la profundización de la Iglesia en la riqueza del misterio de la virginidad de María, bajo la guía del Espíritu Santo. Para el año 392 de nuestra era, el conocimiento ofrecido por los primeros capítulos de los evangelios de Mateo y Lucas, fue bien asimilado por la Iglesia: Se aceptaba plenamente como una cuestión de fe que María era virgen al momento de la Anunciación y que la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo sin la intervención de ningún hombre, fue un acontecimiento verdaderamente virginal. Además, para ese tiempo, San Jerónimo había estudiado con sumo cuidado los textos de los evangelios que se refieren a «los hermanos y hermanas de Jesús» y a Mateo 1, 25, interpretando sus significados en su famoso escrito en respuesta a Helvidio. Este libro había establecido sólidamente, que María había permanecido virgen después del nacimiento de Cristo.

Evidentemente, esta clarificación doctrinal no había penetrado totalmente, ya que fue disputada por un tal Bonoso, obispo de Sárdica en Iliria (la moderna Sofía en Bulgaria). No nos debe sorprender que la doctrina de la virginidad perpetua de María no fuera enseñada explícitamente por los Apóstoles y sus sucesores inmediatos, desde el día de Pentecostés. Al igual que la propia María, quien sintió la necesidad de ponderar y guardar las palabras y los eventos relacionados con la infancia y adolescencia de Jesús (Cf. Lc 2,19; 51), así también la Iglesia tuvo que ponderar continuamente los misterios implícitos en la Encarnación. Así lo ven los Padres del Concilio Vaticano II: «La tradición que proviene de los Apóstoles progresa en la Iglesia, con la ayuda del Espíritu Santo. Hay un crecimiento en la penetración de las realidades y palabras que han sido transmitidas, en su conocimiento cada vez más profundo. Esto sucede de varias maneras. A través de la contemplación y el estudio de los creyentes que ponderan estas cosas en su corazón, del sentido íntimo de las realidades espirituales que experimentamos y proviene de la predicación de aquellos que han recibido, junto a su derecho de sucesión en el episcopado, el carisma cierto de la verdad. De aquí, que a medida que pasan los siglos, la Iglesia siempre avanza hacia la plenitud de la verdad divina. Hasta que eventualmente las palabras de Dios se vean plenamente cumplidas en ella» (Dei Verbum, 8).

Esto, por supuesto, no significa que la Iglesia «inventa» las verdades que constituyen su precioso patrimonio de la tradición, sino que por el contrario, se reconoce que la tradición emerge cada vez con más claridad a lo largo del tiempo. Esto sucede por obra del Espíritu Santo, pero nunca sin la colaboración de los seres humanos, como por ejemplo el papa Siricio, San Jerónimo y San Ambrosio, así como numerosos creyentes, miembros todos del Pueblo de Dios, quienes en cada era de la historia demuestran una profunda y cierta apreciación de la fe (sensus fidei), como nos dice la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, 35. La «tradición» acerca de María es una parte integral de la verdad sobre Cristo. Por ello el Santo Padre señala: «Los Padres de la Iglesia ya habían visto claramente que la virginidad de María es un tema cristológico, antes que una cuestión mariológica. Ellos señalaron que la virginidad de la Madre es un requisito proveniente de la naturaleza divina del Hijo; es la condición concreta mediante la cual, de acuerdo con un plan divino, libre y sabio, la Encarnación del Hijo Eterno se llevó a cabo… Por lo tanto, sólo a través de la luz primigenia que fluye del Verbo pre-existente y eterno, fuente de vida e incorruptibilidad, es que uno puede entender la necesidad y el regalo de la virginidad de la Madre.» «El teólogo debe acercarse al misterio fructífero de la virginidad de María con un profundo sentido de veneración ante la acción libre, santa y soberana de Dios. Al leer los escritos de los santos Padres y los textos litúrgicos, podemos notar que muy pocos de los misterios de salvación causaron tanta admiración, asombro o alabanza como la Encarnación del Hijo de Dios en el vientre virginal de María… Así, declararon que no eran capaces de alabar dignamente semejante misterio…» En lenguaje teológico, un misterio es una realidad tan rica, tan profunda, que nuestras mentes humanas nunca pueden penetrarlo totalmente o explicarlo adecuadamente. Sin embargo, al introducirnos a un misterio a través de la puerta de la adoración, la alabanza y la acción de gracias, podemos crecer en nuestra introspección del misterio. Sin embargo, aquellas mentes que pretenden reducir el misterio al nivel de su propia capacidad humana finita, no importa lo brillante que pueda ser, no podrán recibir una revelación más profunda del misterio, sino sólo confusión, distorsión y eventualmente herejía.

Así, nos dice el Papa: «Cuando la reflexión teológica se convierte en un momento de doxología (alabanza de Dios) y latría (adoración de Dios), el misterio de la virginidad de María se nos revela, permitiéndonos captar con una ojeada rápida otros aspectos y profundidades.» La tradición sobre la virginidad durante el proceso de dar a luz, podría resumirse señalando que «al momento del nacimiento del Niño, a través de una acción divina especial, María no perdió los signos visibles de la virginidad». El P Ignacio de la Potterie, SJ un erudito bíblico eminente, señala que esta verdad queda confirmada por la segunda parte del texto de Lucas 1,35, el cual traducido por numerosos Padres de la Iglesia y otros autores dice: «por eso, tu Hijo nacerá santo (de una manera santa), y con razón lo llamarán Hijo de Dios». La Iglesia ha sostenido esta verdad por 1500 años, aunque no faltan quienes la discutan. Es bueno señalar que los Padres del Concilio Vaticano decidieron formular este asunto en los términos tradicionales, declarando que nuestro Señor en su nacimiento «no disminuyó la integridad virginal de su Madre, sino que la santificó» (Lumen Gentium, 57). El Santo Padre con su acostumbrada delicadeza y claridad, trató este tema así: «Al reflexionar en adoración acerca del misterio de la Encarnación del Verbo, discernimos una relación particularmente importante entre el comienzo y el final de la vida terrenal de Cristo, esto es, entre su concepción virginal y su resurrección de entre los muertos, dos verdades que están conectadas cercanamente con la fe en la divinidad de Jesús. Estas pertenecen al depósito de la fe; la totalidad de la Iglesia las profesa, y las mismas han sido expresadas en los credos. La historia señala que las dudas o incertidumbres acerca de la una tienen repercusiones inevitables sobre la otra, de la misma forma en que, por el contrario, una aceptación humilde y sólida de una, fomenta la cálida aceptación de la otra. Es un hecho conocido que algunos Padres de la Iglesia hicieron un importante paralelismo entre la concepción de Cristo y su nacimiento, de la Virgen intacta, y su resurrección del sepulcro intacto». Es decir, indica que estamos más allá del nivel de lo meramente natural. Hay un texto de San Agustín que ilustra bellamente las palabras del Santo Padre: «Ese mismo poder que después trajo el cuerpo de un hombre joven a través de las puertas cerradas (Jn 20,19; 26), trajo el cuerpo del bebé a través del vientre virginal de la Madre. Si buscas la razón para ello, ya no será algo maravilloso. Si demandas un ejemplo comparable, ya no será algo único. Debemos aceptar que Dios puede hacer algo que —confesémoslo— no podemos penetrar o comprender. En tales asuntos, la explicación completa de lo que se hace, yace en el poder de Aquél que lo hace.» Continúa el Papa: «María Magdalena vino a la tumba, vino a la entraña de la resurrección, vino al nacimiento de la vida, de manera que Cristo naciera otra vez del sepulcro de la fe, el que había sido engendrado en un vientre de carne; y el que, virginidad inviolada, había sido traído a esta vida, el sepulcro inviolado volvería a la vida eterna. Es característico de la divinidad haber dejado a la Virgen inviolada después del nacimiento; es también característico de la divinidad salir de la tumba inviolada con su cuerpo.»

Esta doctrina, nos dice el Santo Padre no debe entenderse como algo que pueda reducir «el valor y la dignidad del matrimonio». Pero sí debe verse como una doctrina que apunta al hecho de que la integridad corporal de María es un signo físico de su total virginidad espiritual, que la virginidad de su cuerpo es una indicación de la virginidad de su corazón. Esto refleja la doctrina del Concilio Vaticano II de que María es el modelo perfecto, el arquetipo de la Iglesia, que en Ella «ha alcanzado ya la perfección por la que existe sin mancha ni arruga (Cf. Ef 5,27; Lumen Gentium 65) y, nosotros podemos añadir, del alma individual. Por eso concluye así el Santo Padre su exposición: «Los obispos que asistieron al Concilio de Capua en el año 392, ciertamente no fueron superficiales. Ellos entendieron que la cuestión acerca de la virginidad perpetua de María no era un asunto secundario y que no se limitaba a la persona humilde de la esclava del Señor, sino que más bien concernía los aspectos fundamentales de la fe: el misterio de Cristo, su labor salvífica, y el servicio a su reino.» Invitemos al Espíritu Santo a que nos conduzca a profundizar en el misterio de la virginidad de María, con temor reverencial y asombro amoroso, para que podamos comprender su significación para nosotros, para la Iglesia y para el mundo. (“Elogio a la Obra Maestra de Dios: La santísima Virgen María” del R.P. Arthur B. Calkins, Alma Mariana, Nov-Dic 52).

La Virginidad antes del Parto

Esto significa que María antes de concebir a Jesús no tuvo ningún comercio carnal humano y, además, que concibió al Señor milagrosamente, esto es, sin concurso de varón. La acción del germen viril fue suplida milagrosamente por Dios, “por obra del Espíritu Santo”. -Is 7,14: “La virgen concebirá y dará a luz un hijo”; -Lc 1,26: “el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una virgen, y el nombre de la virgen era María”; -Lc 1,34-36: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón? El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”; -Mt 1,20: “ José … no temas recibir a María, porque lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo”.

La virginidad en el Parto

Esto significa que María dio a luz a su Hijo primogénito sin menoscabo de su integridad corporal y, además, que su parto fue sin dolor alguno. A Ella no le alcanzó el castigo que Eva recibió: “parirás a tus hijos con dolor” (Gn 3,16). El parto, en consecuencia, fue milagroso y de carácter extraordinario. -Lc 2,7: “dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre.” Este pasaje lo explica San Pío X, en su Catecismo, de esta manera: el alumbramiento del Señor fue semejante a “como un rayo de sol atraviesa el cristal sin romperlo ni mancharlo”.

La Virginidad después del parto

Esto significa que María, después de dar a luz a su Hijo primogénito, virginalmente, permaneció siempre virgen hasta el final de sus días en la tierra, sin tener contacto alguno de varón y, en consecuencia, sin engendrar otros hijos. -Jn 19,26: “ Mujer, ahí tienes a tu hijo“.

Conclusión

María, desde el primer momento de su concepción fue diferente de cualquier otro ser humano. Ella es «el orgullo solitario de nuestra manchada naturaleza.» Nosotros estamos unidos a Dios mediante la gracia, María está unida por la plenitud de gracia y físicamente como Madre de Jesús. Su único propósito es guiarnos hacia su hijo. Cuando pensamos en María como ser viviente, de acuerdo con nuestro punto de vista de la vida, olvidamos que ella y José estuvieron siempre en la presencia de Dios, por lo tanto cada uno de sus pensamientos y actos eran para Jesús y puesto que El era virginal, es inconcebible que ellos fueran menos virtuosos y propensos a deseos carnales. Si Dios mismo respetó la Virginidad de esa sencilla doncella judía ¿no haría lo mismo José, «el hombre justo»? Es inconcebible también imaginar que María y José vivieran exactamente como sus vecinos casados, porque ellos en realidad llevaron una vida de adoración perpetua.

Tercer Dogma

La Virgen María es Inmaculada

Sabemos por revelación divina que María, perteneciendo al género humano como todos nosotros, fue preservada del «pecado original» a causa de su futura Maternidad Divina. Como lo confirmó el Concilio Vaticano II, María es verdaderamente toda belleza, toda pureza, toda santidad y en ella, toda la humanidad tiene su ideal de grandeza sublime y dignidad auténtica (Lumen Gentium 56).

La Santísima Virgen María, en razón de su dignidad de Madre de Dios, fue, desde el primer instante de su concepción, preservada de toda mancha del pecado original. Esto supone en María ausencia de pecado, presencia de la gracia santificante, virtudes y dones y, ausencia de inclinación al mal. Por eso también se le llama Inmaculada.

La definición dogmática

El papa Pío IX, en la Bula Ineffabilis Deus, del 8 de diciembre de 1854 definió solemnemente el dogma de la Inmaculada concepción de María con estas palabras: “Declaramos, pronunciamos y definimos que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción por privilegio de Dios omnipotente, en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original”.

El primer instante de su concepción

El dogma se refiere a la concepción pasiva, enseñando que desde el primer instante en que es constituida como persona, lo es sin mancha alguna de pecado.

Inmune de toda mancha de culpa original

Es dogma de fe que el pecado original se transmite a todos los hombre por generación natural, de tal modo que todos son concebidos en pecado (cfr. Conc. de Trento: DZ 791). María fue inmune de la culpa.

Esto supone tres cosas:

  1. La ausencia de toda mancha de pecado.
  2. La presencia de la gracia santificante con las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo.
  3. La ausencia de inclinación al mal.

Por singular privilegio y gracia de Dios

La “Purísima Concepción” es un privilegio y don gratuito, concedido sólo a la Virgen y no a otra criatura, en atención a que había sido predestinada para ser la Madre de Dios. Es un favor especial y extraordinario.

En previsión de los méritos de Jesucristo, Salvador

Se dice en previsión de los méritos de Cristo porque a María la Redención se le aplicó antes de la muerte del Señor. En cambio los Justos del Antiguo Testamento esperaron el momento en que bajó al seno de Abraham luego de morir en la Cruz. “Por los méritos de Cristo” la redención de la Virgen tuvo como causa meritoria la Pasión del Señor. Cristo es el único Mediador y Redentor universal del género humano, María como descendiente de Adán, recibe igual que todos los hombres la salvación de Cristo, el único Salvador.

Preservada de la culpa original

Estamos aquí en el núcleo del dogma que indica la forma en que Dios tuvo a bien aplicar a María la Redención, y que se explica mediante ese concepto clave hallado por la teología en el siglo XIV. Juan Duns Scoto (1308), teólogo franciscano, introduce el término preredención y con ello consigue armonizar la verdad de que María se viera libre del pecado original, con la necesidad que también Ella tenía de redención. Ella también tenía necesidad de ser rescatada del pecado. Pero, en Ella esto se hizo no mediante una redención liberadora del pecado original ya contraído, sino mediante una redención persevante. María por ser descendiente de Adán debía incurrir en la mancha hereditaria, y de hecho la hubiera contraído si Dios no la hubiera preservado de la culpa original. Esto es lo que ocurrió con María: Dios la preservó de contraer el pecado, realmente la libró del pecado, pero Ella no lo contrajo en ningún momento. Así pues, la preservación es el modo más perfecto de redención, y se dice que María fue redimida por Dios de una manera más sublime que los demás hombres.

La Sagrada Escritura

Génesis3,15; Lucas 1,28; Lucas 1,42 Cristo redentor, con su Muerte y Resurrección, consiguió una victoria absoluta sobre el pecado. Este triunfo en los redimidos empieza con María —por su Inmaculada Concepción— y así, Ella, por Cristo y con Cristo, vence a Satanás que por el pecado tiene el dominio sobre los hombres.

El Magisterio de la Iglesia

El Concilio de Letrán (año 649) llama a María inmaculada. El Concilio de Trento, al hablar del pecado original, excluye a la Santísima Virgen. El Concilio Vaticano II dice de María Inmaculada: “la resplandeciente santidad del todo singular, con la que ella fue enriquecida desde el primer momento de su concepción le viene toda entera de Cristo; ella es redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo (LG 53,56). Y así, la Iglesia exclama con gozo: “Más que tú, sólo Dios”.

Exenta de toda falta actual, incluso venial

Como consecuencia de la radical ausencia del pecado hay que negar en María aún la menor imperfección moral. Siempre tuvo la perfecta subordinación de la sensibilidad a la inteligencia y a la voluntad, y éstas a Dios. Sus juicios fueron siempre rectos y su voluntad estuvo siempre en el bien verdadero.

La plenitud de gracia en María

“Dios te salve, llena eres de gracia” (Lc. 1,28). Estas palabras manifiestan con toda claridad la santidad completa del alma de María, en virtud de que son irreconciliables el pecado y la gracia. Si en el alma se da la ausencia total de pecado, debe haber en ella la presencia total de gracia. A los demás se da con medida, pero en María se derramó al mismo tiempo toda la plenitud de la gracia. “Tú sola recibes más gracia que todas las demás criaturas. Es singular, por cuanto tú sola hallaste esta plenitud; es general, porque de esa plenitud reciben todos” (San Bernardo ). La gracia de María, como toda gracia, es una participación misteriosa del hombre en la naturaleza divina (cfr. 2 Pe 1,4). Por esta razón, dicha gracia, es una realidad creada y distinta de la Gracia increada que es Dios mismo.

El aumento de gracia en María

Santa María, siempre llena y siempre en crecimiento, rebosa de la gracia que en cada momento de su vida terrena le permite tener y se le aumenta y crece su capacidad de recibir más gracia y más mérito por sus actos libres; por su fiat continuado y actual en todo momento de su existencia. Ahora, en el Cielo, goza de modo consumado de la gloria que merecía por sus méritos en la tierra. La Iglesia nos enseña que la gracia puede aumentar de tres modos: por las buenas obras, por la recepción de los Sacramentos, y por la oración.

a) Las buenas obras. En María el objeto de sus obras fue siempre Dios, al que se alcanza por las virtudes teologales que Ella poseía en grado máximo.
b) Los sacramentos. La Penitencia nunca la necesitó; el Matrimonio se celebró según el rito de la Antigua Ley; la Unción de los Enfermos no la necesitó; La Confirmación no la recitaba, pero recibió junto con los Apóstoles al Espíritu Santo en Pentecostés, la Eucaristía es doctrina común que Ella la recibió.
c) La oración. Depende de tres cosas: la humildad, confianza y perseverancia. En María estas tres cualidades se dieron en grado supremo.

Convenía, podía y quiso; entonces, Dios lo hizo Juan Duns Scoto, siglo XIV.

Cuarto Dogma

La Virgen María fue asunta al cielo, en cuerpo y alma

Asunción significa que María fue llevada en cuerpo y alma al cielo (tomada) por el poder de Dios, a diferencia de la Ascensión del Señor quien lo hizo por su propio poder. La definición dogmática S. S. Pío XII, en la bula “Munificentísimas Deus”, del 1º de noviembre de 1950, proclamó solemnemente el dogma de la Asunción de María con estas palabras: “Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”.

Explicación del contenido del Dogma

De la definición pontificia conviene destacar dos aspectos importantes:

  1. Que la Asunción de María ocurre inmediatamente después del término de su vida mortal y,
  2. se hace hincapié tanto en la glorificación de su cuerpo como en la de su alma.

Cumplido el curso de su vida terrena

La Asunción de María ocurre inmediatamente después del término de su vida mortal, así pues, hay que considerar las siguientes cuestiones: -el significado de la fórmula; -la intención del Papa al usar dicha fórmula y no otra. La Fórmula significa que la Asunción de María no hay que aplazarla hasta el final de los tiempos, como sucederá con todos los hombres, sino como hecho que ya ocurrió; y, además que el cuerpo santísimo de la Virgen no sufrió descomposición alguna, como ocurre con los cadáveres. El Papa quiso prescindir de la cuestión de la muerte de María.

La glorificación celeste del cuerpo de María

Este es el elemento esencial del dogma de la Asunción. Enseña que la Virgen, al término de su vida en este mundo, fue llevada al cielo en cuerpo y alma, con todas las cualidades y dotes propias del alma de los bienaventurados e igualmente con todas las cualidades propias de los cuerpos gloriosos. Visto el contenido del dogma se aprecia el hincapié que se hace sobre la glorificación corporal de María, más que de su alma. -María estuvo exenta de todo pecado: del original y del actual; -tuvo la plenitud de gracia y santidad correspondientes a su condición y dignidad de ser la Madre de Dios; -el premio o castigo del alma —para todo hombre— es inmediato a la muerte. Por consiguiente, resulta sencillo entender que el premio de María —por su excelsa santidad— estaba ya decidido.

Fundamentos o razones de este Dogma

La definición pontificia sobre la Asunción de María estuvo precedida, desde muchos siglos atrás.

La creencia universal de la Iglesia

La fiesta de la Asunción, es de las más antiguas, se data desde el siglo VI en oriente y el VII en occidente, llamándosele por muchos siglos “la fiesta de la Dormición”, y cantaba la liturgia: “Digna de veneración es para nosotros, oh Señor, la festividad de este día, en que la Santa Madre de Dios sufrió la muerte temporal, pero no pudo ser humillada por las ataduras de la muerte. Aquella que engendró a tu Hijo, Nuestro Señor, encarnado en Ella”. “A ti, el Rey del Universo, Dios te concedió cosas que están sobre la naturaleza; porque así como en el parto te conservó virgen, así en el sepulcro conservó incorrupto tu cuerpo y con la divina traslación lo glorificó”. “En tu parto no has perdido la virginidad, en tu dormición no has abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te has reunido con la fuente de la Vida, tú que concebiste al Dios vivo y que, con tus oraciones, librarás nuestras almas de la muerte”.

Desde los primeros siglos hasta nuestros días, la unanimidad de la fe del pueblo cristiano, quedó de manifiesto con la respuesta de todos los obispos del mundo que a su vez representaban al pueblo fiel de todo el orbe, a la consulta que sobre la definibilidad de la Asunción de María hiciera el Papa Pío XII en el año de 1949.

En los documentos del Concilio Vaticano II leemos: “Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo” (LG 68). Y el Catecismo nos dice; “La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (Cat 966). S.S. Juan Pablo II en una homilía de la fiesta de la Asunción dijo: “La vida de la Madre de Cristo ahora ya ha terminado sobre la tierra. En Ella debe cumplirse esa ley que el Apóstol Pablo reclama en su Carta a los Corintios: la ley de la muerte vencida por la resurrección de Cristo. En realidad, “Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen… Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno en su propio rango” (1Cor 15,20, 22-23). En este rango María es la primera. En efecto, ¿quien “pertenece a Cristo” más que Ella? Y he aquí que en el momento en que se cumple en Ella la ley de la muerte vencida por la resurrección de su Hijo, brota de nuevo del corazón de María, el cántico, que es cántico de salvación y de gracia: el cántico de la asunción al cielo. La Iglesia pone de nuevo en boca de la Asunta Madre de Dios, el Magnificat.”

El testimonio de los Padres

La tradición de la Iglesia, expresada en sus Padres y Doctores, en esta verdad como San Juan Damasceno y San Germán de Constantinopla. El fundamento del dogma de la Asunción de María se desprende y es consecuencia de los anteriores dogmas marianos. En efecto, si por la plena asociación de María a la persona y a la obra de su Hijo se debió su redención anticipada por esa misma razón, convenía también su glorificación anticipada, su asunción corporal.

Por su Inmaculada Concepción

Puesto que María —por su Inmaculada Concepción— estuvo exenta de todo pecado, no quedaba sujeta a la ley de padecer la corrupción del sepulcro —castigo del pecado— y, por consiguiente, tampoco tenía necesidad de esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo.

Por su Maternidad Divina

Si Adán y Eva introdujeron en el mundo la muerte del alma, que es pecado, y con él también la muerte del cuerpo, que es la corrupción, Cristo introduce la vida del alma -la gracia- y la inmortalidad del cuerpo por medio de la resurrección. Por estas consideraciones, María que es Madre de Cristo y Madre de los hombres, es lógico que la que es causa de vida y antídoto contra la muerte, no permaneció en el sepulcro presa de la misma muerte.

Por su perpetua virginidad

Finalmente la virginidad perpetua de María, nos conduce a la convivencia de su incorruptibilidad.

Consecuencias para la fe y la piedad

  1. La Asunción de la Virgen es un argumento prueba de que todos los hombres, de los que Ella es Madre, estaremos también en el Cielo con nuestro cuerpo glorificado.
  2. María es nuestra esperanza, pues en ella se ha dado con plenitud lo que todo hombre está llamado a ser al final de los tiempos. María es nuestro consuelo, ya que podemos dirigirnos a aquella que antes de nosotros recorrió este valle de lágrimas.
  3. María es nuestro refugio porque con su ternura nos devuelve la paz y, por su poderosa intercesión, nos sabemos amparados.