El mensaje de María para nuestro tiempo

Homilía de S.S. Juan Pablo II en su visita a Fátima el 13 de Mayo de 1982

1. “Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19, 27). Con estas palabras termina el Evangelio de la liturgia de hoy aquí en Fátima. El nombre del discípulo era Juan. Precisamente él, Juan, hijo del Zebedeo, apóstol y evangelista, escuchó desde lo alto de la cruz las palabras de Cristo: “He ahí a tu madre”. Antes, en cambio, Jesús había dicho a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo”. Esto es un testamento admirable. Dejando este mundo, Cristo dio a su Madre un hombre que fuera para Ella como un hijo: Juan. Lo confió a Ella. Y, como consecuencia de este don y de este acto de entrega, María se convirtió en madre de Juan. La Madre de Dios se hace madre del hombre. Desde aquella hora Juan “la recibió en su casa” y fue el guardián terreno de la Madre de su Maestro; es, en efecto, derecho y deber de los hijos cuidar a la madre. Pero, sobre todo, Juan llegó a ser, por voluntad de Cristo, el hijo de la Madre de Dios. Y en Juan se hicieron hijos en Ella todos y cada hombre.

2. “La recibió en su casa”: esta frase significa, literalmente su vivienda. Una manifestación particular de la maternidad de María respecto a los hombres son los lugares en los que Ella se encuentra con ellos; las casas en las que Ella habita; casas en las que se nota una presencia particular de la Madre. Tales lugares y casas son numerosísimos. Y son de una gran variedad: desde los oratorios en las viviendas y los nichos en las calles, en las que aparece luminosa la imagen de la Madre de Dios, a las capillas e iglesias construidas en su honor. Sin embargo, hay algunos lugares en los que los hombres sienten como particularmente viva la presencia de la Madre. A veces estos lugares irradian ampliamente su luz y atraen a la gente desde lejos. Su círculo de irradiación puede extenderse al ámbito de una diócesis, a una nación entera, a veces a varios países e incluso a diversos continentes. Estos lugares son los santuarios marianos. En todos estos lugares se realiza de modo admirable aquel singular testamento del Señor crucificado; allí el hombre se siente entregado y confiado a María y viene para estar con Ella como se está con la propia Madre; “le abre su corazón y le habla de todo”; “la recibe en su corazón y le habla de todo”, “la recibe en su casa”, es decir, la hace partícipe de todos sus problemas, a veces difíciles. Problemas propios y ajenos. Problemas de las familias, de la sociedad, de las naciones y de la humanidad entera.

3. ¿No sucede así por ventura en el Santuario de Lourdes, en Francia? ¿No es igualmente así en Jasna-Gora, en tierra polaca, en el santuario de mi país, que celebra este año su sexto centenario jubilar? Parece que también ahí, como en tantos otros santuarios marianos esparcidos por el mundo, resuenan con la fuerza de una autenticidad particular estas palabras de la liturgia de hoy: “Tú, honra de nuestra nación” (Jud 15,9), y también aquéllas otras: “por librar a tu pueblo… has sido su socorro, andando rectamente en la presencia de nuestro Dios” (Jud 13,20). Estas palabras resuenan aquí en Fátima casi como eco particular de las experiencias vividas no sólo por la nación portuguesa, sino también por tantas otras naciones y pueblos que se encuentran sobre la faz de la tierra; o, mejor, son el eco de las experiencias de toda la humanidad contemporánea, de toda la familia humana.

4. Vengo aquí hoy porque exactamente en este mismo día del mes, el año pasado, en la plaza de San Pedro en Roma, sucedió el atentado contra la vida del Papa, coincidiendo misteriosamente con el aniversario de la primera aparición en Fátima, que tuvo lugar el 13 de mayo de 1917. Estas fechas se han cruzado entre sí de tal modo, que me ha parecido reconocer en ello una llamada especial a venir aquí. Por ello hoy estoy aquí; he venido a dar gracias a la Divina Providencia en este lugar, que la Madre de Dios parece haber escogido de modo particular.”Misericordiae domini, quia non sumus consumpti”.Fue gracias al Señor que no fuimos aniquilados (cf. Lam 3,22), repito una vez más con el profeta. Efectivamente, he venido, sobre todo, para confesar aquí la gloria de Dios mismo: “Bendito el Señor Dios, que creó los cielos y la tierra”, quiero repetir con las palabras de la liturgia de hoy (Judith 12,18). Y hacia el Creador de los cielos y de la tierra elevo también aquel especial himno de gloria, que es Ella misma, la Madre Inmaculada del Verbo Encarnado: “Bendita tú, hija del Dios Altísimo, sobre todas las mujeres de la tierra… Tus alabanzas estarán siempre en la boca de cuantos tengan memoria del poder de Dios.Haga Él que esto sea para tu eterna gloria” (ibid, 18-20). En la base de este canto de alabanza, que la Iglesia entona con alegría aquí como en tantos lugares de la tierra, se encuentra la elección incomparable de una hija del género humano para ser Madre de Dios. Sea, pues, adorado sobre todo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sea bendita y venerada María, prototipo de la Iglesia, en cuanto es mansión de la Santísima Trinidad.

5. Desde el tiempo en que Jesús, muriendo en la cruz, dijo a Juan: “He ahí a tu madre”; desde el tiempo en que el discípulo “la recibió en su casa”. El misterio de la maternidad espiritual de María ha tenido su cumplimiento en la historia con una amplitud sin límites. Maternidad quiere decir solicitud por la vida del hijo. Ahora bien: si María es madre de todos los hombres, su atención por la vida del hombre es de un alcance universal. El cuidado de una madre alcanza al hombre entero. La maternidad de María comienza con el cuidado maternal de Cristo. En Cristo, a los pies de la cruz, Ella aceptó a Juan, y en él aceptó a todos los hombres, y al hombre en su totalidad. María abraza a todos con una solicitud particular, en el Espíritu Santo; es el poder de Aquél que “da la vida”, y es, al mismo tiempo, el servicio humilde de aquélla que dice de sí misma: “He aquí la sierva del Señor” (Lc 1, 38). A la luz del misterio de la maternidad espiritual de María, tratemos de comprender el mensaje extraordinario, que empezó a resonar en todo el mundo, desde Fátima, el día 13 de mayo de 1917 y se prolongó durante cinco meses, hasta el 13 de octubre del mismo año.

6. La Iglesia ha enseñado siempre y sigue proclamando que la revelación de Dios ha sido llevada a cumplimiento en Jesucristo, el Cuál es su plenitud, y que “no hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo Nuestro Señor” (Dei Verbum 4). La misma Iglesia valora y juzga las revelaciones privadas según el criterio de su conformidad con la única revelación pública. Así, si la Iglesia ha acogido el Mensaje de Fátima es, sobre todo, porque este mensaje contiene una verdad y una llamada, que en su contenido fundamental son la verdad y la llamada del Evangelio mismo. “Arrepiéntanse, (hagan penitencia) y crean en el Evangelio” (Mc 1,15): son éstas las primeras palabras del Mesías dirigidas a la comunidad. El Mensaje de Fátima es, en su núcleo fundamental, una llamada a la conversión y a la penitencia, como en el Evangelio. Esta llamada ha sido hecha al comienzo del siglo XX y, por tanto, dirigida particularmente a este siglo. La Señora del mensaje parecía leer con una perspicacia especial los “signos de los tiempos”, los signos de nuestro tiempo. La llamada a la penitencia es una llamada maternal; pero, a la vez, es enérgica y hecha con decisión. La caridad que “se complace en la verdad” (Cor 13,6) sabe ser clara y firme. El llamamiento a la penitencia se une, como siempre, con la llamada a la plegaria. De acuerdo con una tradición plurisecular, la Señora del Mensaje de Fátima indica el Rosario, que justamente puede definirse como “la oración de María”, la plegaria en la que Ella se siente unida particularmente a nosotros. Ella misma reza con nosotros. En esta oración se incluyen los problemas de la Iglesia, los de la Sede de Pedro y los del mundo entero. Además, se recuerda a los pecadores, a fin de que se conviertan y se salven, y a las almas del purgatorio. Las palabras del mensaje han sido dirigidas a niños cuya edad oscilaba entre siete y diez años. Los niños, como Bernardita de Lourdes, son personas particularmente privilegiadas en estas apariciones de la Madre de Dios. De aquí deriva el hecho de que su lenguaje sea sencillo, acomodado a su capacidad de comprensión infantil. Los niños de Fátima se convirtieron en los interlocutores de la Señora del mensaje y, además, en sus colaboradores. Uno de ellos todavía vive.

7. Cuando Jesús dijo en la Cruz: “Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn 19,26), de un modo nuevo abrió el corazón de su Madre, el Corazón Inmaculado, y le reveló la nueva dimensión y el nuevo alcance del amor, al que era llamada en el Espíritu Santo, en virtud del sacrificio de la cruz. Nos parece encontrar precisamente en las palabras del Mensaje de Fátima esta dimensión del amor materno, que en su radio abarca todos los caminos del hombre hacia Dios: el que conduce a través de la tierra y el que va, a través del purgatorio, más allá de la tierra. La solicitud de la Madre del Salvador se identifica con la solicitud por la obra de la salvación: la obra de su Hijo. Es la solicitud por la salvación, por la salvación eterna de todos los hombres. Al cumplirse ya sesenta y cinco años desde aquel 13 de mayo de 1917, es difícil no percibir como este amor salvador de la Madre abraza en su radio, de modo particular, a nuestro siglo. A la luz del amor materno comprendemos todo el mensaje de Nuestra Señora de Fátima. Lo que se opone más directamente al camino del hombre hacia Dios es el pecado, el perseverar en el pecado y, finalmente, la negación de Dios. La programada cancelación de Dios en el mundo, en el pensamiento humano. La separación de Él de toda actividad terrena del hombre. El rechazo de Dios por parte del hombre. En realidad, la salvación eterna del hombre está únicamente en Dios. El rechazo a Dios de parte del hombre, si llega a ser definitivo, guía, lógicamente, al rechazo del hombre de parte de Dios (cf. Mt 7,23), a la condenación. La Madre, que —con toda la fuerza de su amor, que nutre en el Espíritu Santo— desea la salvación de todos los hombres, ¿puede callar sobre todo lo que mina las bases mismas de esta salvación? ¡No, no lo puede hacer! Por eso el mensaje de Nuestra Señora de Fátima, tan maternal, es a la vez tan vigoroso y decidido. Parece severo. Es como si aún hablara Juan el Bautista en las orillas del río Jordán. Invita a la penitencia. Advierte. Llama a la oración. Recomienda el rezo del Rosario. Este mensaje se dirige a todos los hombres. El amor de la Madre del Salvador llega adonde quiera que llega la obra de la salvación. Objeto de sus cuidados son todos los hombres de nuestra época y, a la vez, las sociedades, las naciones y los pueblos. Las sociedades amenazadas por la apostasía y la degradación moral. El hundimiento de la moralidad lleva consigo la caída de las sociedades.

Sentido de nuestra consagración a María

8. Cristo dijo en la cruz: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Con estas palabras abre, de modo totalmente nuevo, el corazón de su Madre. Instantes más tarde, la lanza del soldado romano atravesó el costado del Crucificado. Aquel corazón traspasado se ha convertido en el signo de la redención realizada por medio de la muerte del Cordero de Dios. El Corazón Inmaculado de María, abierto por las palabras: “Mujer, he ahí a tu hijo”, se encuentra espiritualmente en el Corazón del Hijo, abierto por la lanza del soldado. Consagrar el mundo al Corazón Inmaculado de María, significa acercarnos, por intercesión de la Madre, a la misma fuente de la vida, que brotó en el Gólgota. Este manantial corre ininterrumpidamente, brotando de él la redención y la gracia. Se realiza continuamente en la reparación por los pecados del mundo. Este manantial es fuente incesante de vida nueva y de santidad. Consagrar el mundo al Inmaculado Corazón de la Madre significa volver de nuevo junto a la cruz del Hijo. Más aún: quiere decir consagrar este mundo al Corazón traspasado del Salvador, haciéndolo volver a la fuente misma de la redención. La redención es siempre más grande que el pecado del hombre y que el “pecado del mundo”. La fuerza de la redención supera infinitamente toda la especie del mal existente en el hombre y en el mundo. El Corazón de la Madre es consciente de ello como ningún otro corazón en todo el cosmos, visible e invisible. Y por este motivo llama. Llama no sólo a la conversión. Nos llama para que nos dejemos ayudar por Ella, que es Madre, y así volver nuevamente a la fuente de la redención.

9. Consagrarse a María Santísima significa recurrir a su auxilio y ofrecernos a nosotros mismos y a la humanidad al que es Santo, infinitamente Santo; valerse de su auxilio —recurriendo a su corazón de Madre, abierto junto a la cruz al amor hacia todos los hombres, hacia el mundo entero— para ofrecer el mundo, el hombre, la humanidad y todas las naciones a Aquél que es infinitamente Santo. La santidad de Dios se ha manifestado en la redención del hombre, del mundo, de la humanidad entera y de las naciones: redención realizada por medio del sacrificio de la cruz. “Yo por ellos me santifico”, había dicho Jesús, (Jn 17,19). Con la fuerza de la redención, el mundo y el hombre han sido consagrados. Han sido confiados al que es infinitamente Santo, han sido ofrecidos y entregados al mismo Amor, al Amor misericordioso. La Madre de Cristo nos llama y exhorta a unirnos a la Iglesia del Dios vivo en esta consagración del mundo, en este acto de entrega, a través del cual el mundo, la humanidad, las naciones y todos y cada uno de los hombres se ofrecen al Padre eterno con la fuerza de la redención de Cristo. Se ofrecen en el Corazón del Redentor traspasado en la Cruz. La Madre del Redentor nos llama, nos invita y ayuda a unirnos a esta consagración, a este acto de entrega del mundo. Sólo así nos encontraremos, de hecho, lo más cerca posible del Corazón de Cristo traspasado en la cruz.

10. El contenido de la llamada de Nuestra Señora de Fátima está radicado tan profundamente en el Evangelio y en toda la tradición, que la Iglesia se siente comprometida con este mensaje. La misma Iglesia ha dado una respuesta por medio del Siervo de Dios Pio XII (cuya ordenación episcopal había tenido lugar precisamente el 13 de mayo de 1917), quien quiso consagrar al Inmaculado Corazón de María el género humano y, especialmente, los pueblos de Rusia. Con esa consagración, ¿no ha correspondido acaso a la elocuencia evangélica de la llamada de Fátima? El Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium) y en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo (Gaudium et espes), ha ilustrado ampliamente las razones de los lazos que unen la Iglesia al mundo de hoy. Al mismo tiempo, su enseñanza acerca de la presencia de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, ha madurado en el acto con el que Pablo VI, llamando a María también Madre de la Iglesia, ha indicado de manera más profunda el carácter de su unión con la misma Iglesia y de su solicitud por el mundo, por la humanidad, por cada uno de los hombres y por todas las naciones: su maternidad. De este modo se ha hecho aún más profunda la comprensión del sentido de la entrega que la Iglesia está llamada a hacer, recurriendo a la ayuda del Corazón de la Madre de Cristo y Madre nuestra.

11. ¿Cómo se presenta hoy ante la Santa Madre que engendró al Hijo de Dios, en su santuario de Fátima, Juan Pablo II, Sucesor de Pedro y continuador de la obra de Pío, de Juan y de Pablo, y, sobre todo, heredero del Concilio Vaticano II? Se presenta con trepidación para leer de nuevo aquella llamada materna a la penitencia y a la conversión, aquella ardiente llamada del Corazón de María que resonó aquí, en Fátima, hace sesenta y cinco años. Sí, lo relee con corazón entristecido porque ve cuantos hombres, cuantas sociedades y cuantos cristianos están yendo en dirección opuesta a la indicada en el Mensaje de Fátima. El pecado ha adquirido así plena carta de ciudadanía y la negación de Dios se ha difundido en las ideologías, en los conceptos y en los programas humanos. Y precisamente por esto, la invitación evangélica a la penitencia y conversión, expresada con las palabras de la Madre, es siempre actual. Incluso más actual que hace sesenta y cinco años. Y hasta más urgente. El sucesor de Pedro se presenta aquí también como testigo de los inmensos sufrimientos del hombre, como testigo de las amenazas casi apocalípticas que se ciernen sobre las naciones y la humanidad. Y trata de abrazar estos sufrimientos en su débil corazón humano, mientras se pone frente al misterio del Corazón, del Corazón de la Madre, del Corazón Inmaculado de María. En virtud de estos sufrimientos, con la conciencia del mal que corre por el mundo y amenaza al hombre, las naciones y la humanidad, el Sucesor de Pedro se presenta aquí con una fe mayor en la redención del mundo; fe en aquel Amor salvífico que es siempre mayor, siempre más fuerte que todos los males. Así, si por un lado el corazón se siente oprimido por el sentido del pecado del mundo, así como por la serie de amenazas que se ciernen sobre el mundo, por otro lado el mismo corazón humano se abre a la esperanza al hacer, una vez más, lo que han hecho mis predecesores: es decir, entregar y confiar el mundo al Corazón de la Madre, confiarle especialmente aquellos pueblos que lo necesitan de modo particular. Este acto quiere significar el entregar y confiar el mundo a Aquél que es Santidad infinita. Esta Santidad significa redención, significa amor más poderoso que el mal. Jamás un “pecado del mundo” podrá superar este Amor. Una vez más. En efecto, la llamada de María no es para una sola vez. Queda abierta siempre a las nuevas generaciones, para ser correspondida según los “signos de los tiempos”, siempre nuevos. Hay que volver incesantemente a esta llamada. Hay que acogerla siempre de nuevo.

12. Así escribió el autor del libro del Apocalipsis: “Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo. Oí una voz grande que del trono decía: He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres, y erigirá su tabernáculo entre ellos, y serán su pueblo, y el mismo Dios será con ellos” (Ap 21,3). De esta fe vive la Iglesia. Con esta fe camina el Pueblo de Dios. “El tabernáculo de Dios entre los hombres” está ya en la tierra. Y en ella está el Corazón de la Esposa y de la Madre, María Santísima, engalanado con la joya de la Inmaculada Concepción: el Corazón de la Esposa y de la Madre abierto junto a la cruz por la palabra del Hijo a un nuevo y grande amor al hombre y al mundo. El Corazón de la Esposa y de la Madre, consciente de todos los sufrimientos de los hombres y de las sociedades sobre la faz de la tierra. El Pueblo de Dios es Peregrino por los caminos de este mundo en la dirección escatológica. Está en peregrinación hacia la Jerusalén eterna, hacia el “tabernáculo de Dios entre los hombres”. Ahí donde Dios “enjugará todas las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, no habrá duelo, no gritos, no trabajo, porque todo lo de antes ha pasado ya”. Pero por ahora, “el primer cielo y la primera tierra” perduran, estando siempre alrededor de nosotros y dentro de nosotros. No podemos ignorarlo. No obstante, esto nos permite reconocer qué gracia tan inmensa le ha sido concedida al hombre cuando, en medio de esta su peregrinación, ha aparecido en el horizonte de la fe de nuestros tiempos esta “señal grande: ¡Una Mujer!”(Ap 12,1). Sí. en verdad podemos repetir: “¡Dichosa eres tú, Hija, delante del Dios altísimo, más que todas las mujeres que viven en la tierra!” “…comportándote con rectitud delante de nuestro Dios”, “…has aliviado nuestro abatimiento”. Verdaderamente, ¡bendita tú eres! Sí, aquí y en toda la Iglesia, en el corazón de cada uno de los hombres y en el mundo entero: ¡Bendita seas, oh María, dulcísima Madre nuestra!

(Continuó con la consagración del mundo al Corazón de María).