Lucía

Lucía nació el 22 de marzo de 1907 en Aljustrel, aldea de Fátima, y allí, cuando tenía diez años, vio por primera vez a la Virgen en la Cova de Iría, mientras estaba con sus primos, los hermanos beatos Francisco y Jacinta Martos, ambos fallecidos a temprana edad.

Lucía entró en 1921 en el colegio de las Hermanas Doroteas en la localidad de Vilar, cerca de Oporto, desde donde se trasladó en 1928 a la ciudad española de Tuy, donde vivió algunos años. En 1946 regresó a Portugal y, dos años después, entró en el Carmelo de Santa Teresa de Coímbra, donde profesó como carmelita descalza, en 1949.

La Virgen dijo a Francisco y Jacinta que pronto irían al cielo pero Lucia debía quedar en la tierra para propagar sus mensajes. Así ocurrió. El Papa beatificó a Francisco y Jacinta Marto durante el año jubilar, 2000, en Cova de Iría, en el santuario de las apariciones. Estábamos presentes unas 700 mil personas en uno de los días más fríos registrados en el lugar. Allí estaba, junto al Papa, Sor Lucía.

Sor Lucía escribió dos volúmenes con sus “Memorias” y los “Llamamientos del Mensaje de Fátima”. Murió el 13 de Febrero del 2005, durante la novena de los beatos Francisco y Jacinta, en su querido Carmelo, donde muchos creen que aun era visitada por la Virgen y donde también el Papa Juan Pablo II la visitó. Lucía no era una santa ya hecha y puesta en el altar. Como María de Nazaret, procuró devolver en gloria todo lo que recibió en gracia. Es esto la santidad –hacer rendir al máximo los talentos que Dios ha confiado a cada uno y aceptar con humildad ser débil y pecador.

La hermana Lucía fue encargada de entregar al mundo un Mensaje del Cielo. Y Dios sabe legalizar los regalos que manda, no con sabiduría y ciencia del mundo, sino con la flaqueza y la pequeñez de los instrumentos que usa. Así, vino la Señora del Mensaje a hablar a tres niños que ni siquiera sabían leer, ¡ni sabían lo que había en el mundo! ¡Nunca habían escuchado su oídos el nombre de Rusia!… Por eso, al hablar entre sí, intrigados con aquel nombre raro, Francisco dijo: << ¡¿Será la burra del tío Joaquín?! >> ¡Se llamaba rusa! a lo cual Lucía, con el raciocinio más elevado respondió:>> ¡Yo pienso que será una mujer muy mala!…>> Así, con esta pureza de naciente de montaña, con esa virginidad de elementos humanos, fue recibido y transmitido el Mensaje del Cielo.

No fue fácil su camino. Cuando alguien es escogido por Dios, debe contar siempre con la cruz, que es Su sello, Su rúbrica. Después que comenzaron las apariciones, la pequeña Lucía vio alterada su forma de vida. Ella misma habiendo oído de boca del Párroco que aquello era obra del demonio, decidida a no volver al encuentro marcado, decía a los primos: “¡No vuelvo allá!… ¡Debe ser el mismo demonio! Finalmente, ¡nunca más hubo alegría y paz en mi casa!…” Y Jacinta, la consolaba: “Pero el demonio es muy feo y aquella Señora ¡¡¡era muy bonita!!! Jacinta fue el ángel de luz, en medio de la oscuridad de la prima, que venció las dudas y volvió al encuentro. ¡Qué diferencia encontraba ahora en el ambiente familiar, donde era la niña mimada para todos, siendo la más jovende los siete hijos!… Pasados muchos años, parece que la hermana Lucía todavía sentía en el corazón el sufrimiento que la visitó como consecuencia de las apariciones. Todos en casa sentían las privaciones y pruebas que este acontecimiento les acarreó, ¡pero Lucía era señalada como la principal culpable! ¡Lo que más le dolía, era tenerla por mentirosa!

Como Carmelita, vivió normal –entre las demás-, poniendo en práctica el lema “¡Por fuera como todas; por dentro como ninguna!” No era de salud muy robusta, habiéndole acompañado siempre la anemia, pero como tenía una fuerte virtud, no se quejaba ni dramatizaba las situaciones. Hasta el fin, encaró las dificultades físicas, sin dramatismos y siempre con humor. Con frecuencia, tenía vértigos a los cuales ella llamaba “mareos” como en español, pero sabía relativizar, diciendo que “la cabeza no tiene juicio…” O entonces eran “¡las piernas que estaban tontas!…” Durante varios años, por prescripción médica, todos los días daba un paseo por el jardín, cuando el tiempo lo permitía. Con este paseo cumplía dos obligaciones y una devoción –obedecía al médico, rezaba el Rosario y hacía una visita a Nuestra Señora del fondo del jardín. Y todavía tenía un cuarto beneficio: daba comida a los pececitos, a los cuales llamaba: “¡lindos! ¡lindos!”. Y ellos venían a la superficie del agua a comer el manjar que les era ofrecido. Desde el año 2000 para no fatigar las piernas ya cansadas, era llevada en silla de ruedas, pues ya se volvía agotador este trayecto a pie. Fue a partir de mayo. Vino de Fátima muy cansada, pero feliz, después de la Beatificación de los Pastorcitos. Comenzó a quejarse de dolores en el pie. Cuando había andado mucho en las visitas que hizo a los lugares de su infancia. Por lo que usó sillas de ruedas para los paseos en el jardín. En la casa andaba del brazo de una hermana y usaba el bastón que, como ella decía, ¡no valía de nada! “¡Si lo dejo enseguida va para el suelo!”.

Siempre sabía minimizar lo que tal vez pudiese ser causa de algún desaliento o sacrificio. Su sentido del humor le daba la vuelta. En sus últimos años adquirió una gran paz, a medida que su cuerpo se iba volviendo más pesado por la falta de fuerzas. Parecía que los asuntos de esta vida ya no le tocaban y, sin embargo, se interesaba por todo.

Por causa de las polémicas levantadas por ciertos grupos por descontentos con el texto de la tercera parte del Secreto, revelado en el año 2000, un enviado especial de la Santa Sede fue enviado para oír de nuevo de la boca de la Hermana Lucía la confirmación de que no había nada más para revelar. Le hizo una pregunta, cuya respuesta ella no vio ser necesaria por el momento y respondió:” ¡No estoy para confesarme!”. Esto revela una gran lucidez y libertad y desmiente quien afirma que la Hermana Lucía “estaba comprada por el Santo Padre”. ¡No! La Hermana Lucía tenía un carácter tan libre, que no se dejaría “comprar” por nadie, ¡ni por el mismo Papa! Le daba pena que tanta especulación se hiciese alrededor del Secreto. Antes de ser revelado, acostumbraba decir con alguna tristeza: “Si viviesen lo más importante que ya está dicho!… sólo se ocupan de lo que está por decir, en vez de cumplir lo que se ha pedido, ¡oración y penitencia!…”. Después de la revelación del Secreto, comenzó la desconfianza sobre la veracidad del texto. Un día le dijeron: “Hermana Lucía, dicen por ahí ¡que hay otro secreto!”. A lo que ella respondió: “Entonces, ¡si lo saben que lo digan! ¡Yo no sé ninguno más!… ¡Hay personas que nunca están contentas! No se hace caso”.

La Beatificación de los pastorcitos marcó una etapa importante en la vida de la Hermana Lucía. ¡Fue una fiesta para su corazón! ¡Se despidió del Papa y de Fátima! Y parecía que los dos acariciaban el sueño de volver… Era conmovedor, cuando ya en el lecho de muerte se pronunciaba el nombre de Fátima, se notaba que reaccionaba. ¡¡¡Este nombre le recordaba tanto!!! En los últimos meses, vivía en un abandono total en las manos de Dios. No se lamentaba, de estar limitada. Lo hallaba natural. Decía: “Nadie quiere morir, ¡pero cuesta mucho ser anciana!” Algunas veces sentada en la cama, o cuando era llevada al jardín delante del azulejo de Fátima decía: “Mira los pillos, fueron para el Cielo ¡y nunca más quisieron saber de mí!! ¡Si me diesen unas piernas nuevas!…” Comentó también a una de las Hermanas: “Nuestra Señora dijo que yo quedaba aquí algún tiempo más… ¡ya está a ser tanto!” Era su nostalgia de aquello que ya le había sido concedido ver y escuchar. Realmente ese “algún tiempo más” estaba agitándose…

A fines del año 2004, comienza para ella una nueva etapa dolorosa y difícil –la llegada al Calvario. Perdió bastante su vivacidad y se notaba una voz un poco cansada, así como la mirada sin brillo. Se le veía estampado en el rostro el sufrimiento, pero sin angustia. Sufría con serenidad y en paz. La alimentación comenzó a ser más difícil. Le decían que comiese, porque estaba quedando muy delgadita, pero ella más de una vez sacaba la conclusión a su favor: “Es para dar menos de comer a los bichos”. A la Hermana Lucía le gustaba dar. Era casi una necesidad, algo que recibió desde la cuna, desprenderse con alegría de aquello que pudiese ser útil o simplemente agradable a los otros. Si llegaba alguna cosa que le enviaban, fuese lo que fuese, estaba enseguida disponible para cederla. No tenía “pegamento” en las manos, ¡y por tanto en el corazón!.

Los días 27, 28 y 29 de diciembre de 2004 no comió nada. Sólo quería agua fría. Después de tres días de ayuno absoluto, comió algo. Aunque ya no comida normales, pero para su actividad bastaba. Y por el día 28 de enero de 2005, fue la última vez que ingirió alimento sólido y ya casi nada. El día 1 de febrero comenzó a recibir suero y el día 8 oxígeno. El día 3 recibió de nuevo la santa Unción, en un momento de mucho abatimiento. La noche del 4 pare el 5 de febrero, estuvo muy mal y durante la mañana continuó así. Ya se temía su partida para ese día. El señor Obispo la visitó por la tarde. Lo fijó mucho con la mirada que se notaba bastante apagada, pero no habló. Le besó la Cruz pectoral y se santiguó cuando Su Excelencia Reverendísima la bendijo. Por la noche no parecía la misma. Las hermanas pasaron un alegre recreo con ella, aunque no hablase. Hizo muchos mimos a la imagen de Nuestra Señora de Fátima que el Santo Padre Juan Pablo II le había enviado en diciembre de 2003 y por varias veces se santiguó delante de la misma imagen. El día 6 de febrero, estuvo muy viva, fue necesario que le pusieran de nuevo el suero, pues le había reventado la vena. ¡Costaba tanto presenciar esos momentos! Y quien hacía el trabajo ¡también sufría mucho! Ese día fue muy doloroso. Ya que sólo fue posible suministrarlo en el pie. Del 7 al 8, fue una noche muy difícil. Debía sentir ya falta de aire. Durante toda la noche quería ver a la Hermana que le hacía compañía. Si esta se recostaba un momento para descansar y ella no la veía, se lamentaba diciendo: “¡¡¡me dejaron!!!”. La Hermana se levantaba y, al verla, ella sonreía y le apretaba la mano con mucha fuerza. Después decía con calma: “Nuestra Señora… Nuestra Señora… Angelitos… Angelitos… Corazón de Jesús… Corazón de Jesús. Ese día, estuvo el confesor. Con las manos juntas y al mismo tiempo muy sonriente, recibió la absolución y se santiguó. No habló. A la noche tuvo un desmayo. Se reunió la Comunidad a rezar, mientras la médica la atendía con su cariño maternal. Mejoró y la Comunidad comenzó a retirarse. En ese momento la hermana Lucía abrió los ojos que mantenía cerrados y sonrió a las Hermanas. Fue una sonrisa llena de gratitud y cariño para con esta familia con la cual ella estrechaba una profunda amistad –la amistad que nace de la fe que se recibe de Dios. ¡Los hermanos son siempre un don de Dios!

Comulgó ese día por última vez. Se le cerró la garganta. Ya no pasaba ni agua. En los otros días, cuando iba una de las hermanas iba a llevar la Comunión a otra enferma, pasaba por la celda donde se encontraba nuestra querida Pastorcita que consumaba el Sacrificio y, durante unos momentos le colocaba sobre el pecho el relicario con Jesús, quedando en adoración. Era una forma de comulgar espiritualmente. ¡Ahora comulgaba en la Cruz! Un día, la Hermana encargada de llevarle la comunión, le dijo: “Hermana Lucía, la Hermana ya comulgó ¡de las manos de un Ángel! ¡Y ahora soy yo la que le traigo la Comunión!…” Ella respondió dándole una lección maravillosa: “Déjelo. De las manos de un Ángel o de un pecador, ¡es siempre el mismo Señor!”.

De vez en cuando se acordaba de la enfermedad del Santo Padre Juan Pablo II. Ella levantaba las manos y repetía: “¡Por el Santo Padre!…” ¡Era tan grande su amor por el Papa! Se notaba que su corazón se estremecía ante el recuerdo de ese nombre para ella tan querido –amor que le fue metido en el corazón por la Señora que del Cielo un día se le apareció en la Cova de Iría. El día 10, la Hermana que le acompañaba le preguntó:

-¿Sufre mucho por estar así?
-¡Sufro!
-¿Ofrece este sufrimiento por el Santo Padre?
-¡Lo ofrezco por el Santo Padre… por el Santo Padre… por el Santo Padre!

No volvió a hablar. Se notó que alguna vez quiso decir algo, pero… no lo conseguía. El día 11, estuvo con mucha ternura con el Crucifijo que habitualmente usaba en el hábito. Lo besó varias veces y quiso colocarlo sobre el corazón. ¡Era el lugar de Él! Por la tarde, vino un Padre Carmelita de Italia y le trajo algo que le hizo volver a la memoria sus tiempos de niña –un corderito de lana. Todavía le hizo un mimito, aunque estuviese postrada y casi no consiguiese abrir los ojos. Poco tiempo faltaba ya para ir, a fin, a la compañía del Cordero de Dios.

El sábado, día 12, estuvo muy postrada. El corazón comenzó a dar señales de arritmia. Lentamente iba “diciendo” que estaba cansada y quería “partir”… Por la tarde, recogió el rosario en la mano y lo colocó en la mano de la Hermana que la cuidaba, tal vez queriendo decir: “Ahora rézalo tú, ¡que yo ya no puedo! Viéndola llorar, levantó los brazos e hizo un gesto que nunca se imagino en ella –la atrajo hacia sí y le dio un beso. En seguida, sonrió. La hermana que la acompañaba en la primera parte de esa noche, a medianoche le llevó a los labios la imagen de Nuestra Señora de Fátima, que ella besó. Fue su último beso bien articulado. Fue el saludo a la Señora, al entrar en el día en que, al fin, ¡iban a verse de nuevo! En el resto de la noche, mientras la acompañante rezaba el Rosario, ella iba pasando las cuentas de su rosario. El día 13 de febrero, avisaron que estaba el Señor Obispo Don Albino, quien venía para entregar el mensaje y la bendición para la Hermana Lucía, que el Santo Padre había enviado a través de la Nunciatura. Ya para la cinco de la tarde, se presentía que nuestra Hermana Lucía estaba por partir. ¡No había duda! Se llamó a la comunidad. Todas reunidas en la pequeña celda, el Señor Obispo comenzó el Ritual. La emoción fue creciendo, al ver que se iba ¡aquel tesoro! Terminado el Ritual, el Señor Obispo comenzó a rezar jaculatorias espontáneas:

-Te reciba Jesucristo a Quien entregaste tu vida.
-Te reciba la Señora más brillante que el sol, que se te apareció.
-Te reciba el Ángel de Portugal, que se te apareció.
-Te reciba el Beato Francisco, que contigo vio a la Virgen María.
-Te reciba la Beata Jacinta, que contigo vio a la Virgen María.

Imposible describir la atmósfera de paz que se vivía en aquella hora. Sí, en aquel momento, su mirada que se apagaba para esta vida, ¡se abría a la Luz Eterna de Dios! En un momento dado, inesperadamente, aquellos ojos que tantas veces contemplaran lo invisible, ¡se abrieron! Miró a todas las Hermanas. Miro el crucifijo y enseguida cerró sus ojos. Fue la despedida. La Hermana Lucía dejó su despojo mortal para, con la liviandad de la eterna juventud, “¡seguir al Cordero para donde quiera que Él va, cantando un Cántico Nuevo!”. ¡Se reunieron en el Cielo los Tres Pastorcitos! Eran las 17 horas y 25 minutos de la tarde del día 13 de febrero.